miércoles, 4 de abril de 2012

¡Invádanme!

Cuando empieza el otoño, 
mi cuerpo siente la necesidad de caer en sus brazos, 
mirar sus rostros una vez más 
y llenarme de sus energías.
Pucha, ya se me llenaron los ojos de lágrimas
y ustedes no llenan mi habitación 
como cuando estaba chica y una araña movía mis miedos.
Qué raro es mirarme al espejo 
y ver cómo pasa el tiempo,
como cuando era chica y no tenía pechugas
o ansiaba usar taco alto
y ahora que puedo, no los soporto.
Qué raro es mirarse al espejo
y contar todas las heridas de guerra,
enumerar los dolores y las lágrimas,
mientras las entrañas piden a gritos 
una lucha libre o un juego de pendejos.
El tiempo pasa y me alegra que así sea,
pues viene mi sobrina a devolvernos el aliento y la alegría,
vienen los proyectos y los sueños cumplidos,
pero también se desgrana el choclo
y cada vez es más difícil reunirnos,
sólo tenemos que conformarnos con oír voces
a través del teléfono.
Aunque los años pasen, 
seguiré siendo la menor,
me seguirán viendo igual,
lo sé.
Pero aquí los quiero,
reunidos en esa mesa grande,
tomando sopa como cuando éramos pendejos,
acostados en la cama de mi mamá
aprovechando un sábado en la mañana.
Los quiero aquí,
cagados de la risa,
viendo fotos
y recordando sobrenombres.
Invadiendo mi cama,
derribando mis miedos,
espantando pololos
y cuidándome como siempre.
No tengo la certeza de cuándo,
pero si sé que lo sé.
Jamás dudo de lo importante que son,
pues son lo único que vale la pena 
y el mejor regalo de Dios.
Quiero dejarme caer con toda confianza en sus brazos,
pues es ese lugar donde nada pasa,
donde me siento más protegida,
donde ningún recuerdo maltrecho invade,
donde las amistades no son pasajeras,
donde el amor y la trascendencia tienen valor,
donde no importan las distancias ni el orgullo,
donde soy en plenitud, 
donde no necesito pedir un abrazo o ser escuchada,
donde quisiera detener el tiempo.

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