jueves, 25 de diciembre de 2014

No elegí.

Sé que es Navidad
y ayer me entregué a ese
espacio espiritual que tanto necesito
y al cual recurro una vez a la semana.
Pero desde ayer,
y con su aparición hoy
- con él vienen su orgullo,
que dobla su estatura, su temperamento,
su genio de mierda y su puta indiferencia -
han vuelto las lágrimas,
el deseo de arrancar,
la idea de que uno no elige a su familia,
ni muchísimo menos su forma de actuar.
Es increíble
- y siempre insisto con el mismo -
cómo nuestros actos repercuten en los demás,
cómo un gesto, una palabra al aire
hace eco en otro y es capaz de hacerle
el día pedacitos.
Me toca hacerme la loca,
estar ausente de estas paredes las horas
que se me permitan,
botar mis lágrimas en otro lugar,
darle el espacio que necesita
para que mi madre lo consienta,
y no escuchar sus reclamos
- que son unidireccionales -.
Han vuelto esos días de pendejos
cuando nos llevábamos mal,
cuando no nos soportábamos,
ni entendíamos,
cuando pasábamos por la vida del otro
casi como "el hermano lejano",
pero esta vez para mí es distinto.
Porque me doy cuenta que
con sus 33 años a cuestas,
no ha cambiado nada.
Es más,
su tesura ha crecido con los años,
su orgullo es su armadura,
y la indiferencia el estoque.
La pena y el dolor que siento
no es precisamente por mí,
sino porque sé que con el paso de los años
el que se quedará solo,
al que le reclamarán sus hijas,
el que se arrepentirá de haber sido
un cabeza dura,
no soy yo.
Me duele porque me responsabilizan de su indiferencia,
y yo,
aquí estoy:
con las manos atadas,
sin poder putearlo porque es la casa de mis papás,
sin poder esbozar una puteada en su cara,
porque no me corresponde,
sin poder decirle que se banque su vida y se haga cargo.
Dejo en manos de la vida lo que pase con él,
no me responsabilizo por sus decisiones,
sólo por lo que alguna vez pude provocar en él.

Paciencia, luz y silencio hasta el 3 de enero.
Definitivamente, hay cosas que uno no elige.

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